¿ESTÁ EL FUTURO YA TEJIDO?

8 de junio de 2025

Lo que ciencia, mitología y algoritmos nos ocultan sobre el tiempo que aún no ha llegado

Durante siglos, el ser humano ha intentado comprender el tiempo no solo como una medida, sino como una fuerza activa. En la mitología nórdica, tres figuras gobiernan los hilos de la existencia: Urd (el pasado), Verdandi (el presente) y Skuld (el futuro). No son oráculos ni diosas en sentido clásico. Son tejedoras. Hilan los hilos del destino sin emitir juicio, sin negociar, sin detenerse. Lo fascinante no es la narrativa en sí, sino lo que revela: una intuición profunda sobre cómo vivimos el tiempo. No como algo que controlamos, sino como algo que nos atraviesa.


Según la tradición, estas tres hilanderas —también conocidas como las Nornas— se sientan al pie del árbol sagrado Yggdrasil, donde cada día riegan sus raíces con agua del pozo de Urd, símbolo de la memoria del mundo. Desde ese lugar atemporal, hilan los hilos de todos los seres vivos, anotan los acontecimientos cruciales en tablas rúnicas y deciden, con sus acciones silenciosas, la duración y desenlace de cada vida. No consultan, no se equivocan, no retroceden. Cada hilo representa una existencia, una posibilidad, una trayectoria. Cortar un hilo es cerrar un ciclo. Atarlo, generar una bifurcación. Su poder no reside en castigar ni en recompensar, sino en tejer la red que conecta todo lo que fue, lo que es y lo que será. Algunos han comparado esta red con los llamados archivos akáshicos, una noción presente en corrientes esotéricas y filosóficas que sugiere la existencia de un campo de información universal donde todo queda registrado. Pero esa… es otra historia que contaremos otro día.


En el siglo XXI, las Nornas han cambiado de rostro. Hoy se llaman modelos predictivos, inteligencia artificial, análisis de big data. Ya no tejen en silencio al pie de Yggdrasil, sino en servidores distribuidos por todo el mundo. Pero su tarea sigue siendo la misma: anticipar lo que vendrá. Cada compra que haces, cada clic, cada decisión financiera, deja un hilo. Y alguien —o algo— los analiza para predecir el siguiente movimiento. El problema es que, a diferencia del mito, ahora creemos que podemos controlar a las hilanderas.


Desde la neurociencia, sabemos que el tiempo no es una entidad objetiva, sino una construcción cerebral. David Eagleman, investigador en Stanford, ha demostrado cómo el cerebro ajusta la percepción del tiempo según estímulos emocionales, atención y ritmo interno. El presente es un margen de tolerancia neuronal, no un punto absoluto. Lo que llamamos “ahora” es una reconstrucción continua, un promedio de señales retrasadas y anticipadas.


En física, figuras como Julian Barbour han planteado que el tiempo, como dimensión, puede ser una ilusión. Barbour argumenta que el universo está compuesto por una serie de configuraciones estáticas, y que lo que percibimos como cambio es simplemente un salto entre estas “instantes” fijos. Carlo Rovelli, por su parte, en El orden del tiempo, sostiene que el tiempo fluye de forma distinta según la escala: a nivel cuántico, pasado y futuro son intercambiables. La entropía —no un reloj— es lo que otorga dirección al tiempo.


Y en matemáticas, la teoría del caos nos recuerda que incluso en sistemas deterministas, la predicción exacta del futuro es imposible si no se conocen las condiciones iniciales con precisión infinita. Un pequeño cambio en el punto de partida puede alterar radicalmente el resultado. En otras palabras: el futuro no está escrito. Está sensiblemente condicionado.


Desde una mirada filosófica, el problema del destino ha dividido a pensadores durante milenios. Para Karl Popper, el error de los totalitarismos y de ciertas ciencias sociales fue creer que se podía predecir la historia. Popper defendía que el conocimiento mismo transforma la realidad, haciendo imposible cualquier predicción definitiva sobre el comportamiento humano.


Hannah Arendt, por otro lado, introdujo el concepto de natalidad como capacidad humana para iniciar lo nuevo. En su visión, lo verdaderamente político y humano es el acto de comenzar algo que no estaba previsto. El nacimiento de cada ser humano, decía, es también el nacimiento de una posibilidad inédita en el mundo. Es la antítesis del determinismo.


En nuestros días, pensadores como Yuval Noah Harari han planteado una inquietud distinta: ¿y si estamos entregando el futuro a los algoritmos por voluntad propia? Si nuestra libertad consiste en tomar decisiones, ¿qué sucede cuando una IA las toma por nosotros con mejor tasa de éxito? ¿Seguimos siendo libres si aceptamos que otro —más eficaz— decida?


Desde la sociología, el futuro no es solo una proyección individual, sino un campo de disputa colectiva. Margaret Mead mostró cómo las culturas enseñan no solo lo que fue, sino cómo debe interpretarse lo que será. Los valores de una generación configuran los márgenes de acción de la siguiente.


Ulrich Beck, en su teoría de la “sociedad del riesgo”, anticipó una transformación crucial: ya no tememos catástrofes naturales, sino fabricadas. La gestión del futuro se convierte en el núcleo de la vida política. Pandemias, crisis climáticas, quiebras financieras y ahora disrupciones algorítmicas ya no son eventos externos: son consecuencias de decisiones humanas acumuladas.


La economía conductual, liderada por figuras como Daniel Kahneman y Cass Sunstein, ha demostrado que el ser humano no decide de forma racional sobre el futuro. Existen sesgos profundos: aversión a la pérdida, presenteísmo, sobreconfianza. Diseñar políticas públicas o liderar organizaciones implica entender que lo que creemos sobre el mañana está filtrado por ilusiones cognitivas. Y, sin embargo, seguimos avanzando.


Hoy vivimos rodeados de tecnologías que simulan el porvenir. Gemelos digitales, predicciones de comportamiento, diagnósticos anticipados, estimaciones de productividad. Las herramientas son cada vez más precisas. Pero su precisión genera una ilusión: la de que el futuro puede controlarse.


Nassim Nicholas Taleb advertía en El cisne negro sobre el riesgo de este espejismo. Lo inesperado no solo es posible: es inevitable. Y cuanto más sofisticado es el modelo, más grave el error cuando falla. Porque olvidamos que la complejidad no puede reducirse sin pérdida de sentido. El futuro es un fenómeno emergente, no una ecuación.


Y entonces, aparece la pregunta incómoda: ¿quién decide el destino cuando los algoritmos predicen por ti? ¿Dónde queda la autonomía si todo es probabilístico? ¿Tiene sentido hablar de responsabilidad individual si nuestras acciones están guiadas por sistemas que apenas comprendemos?


En los capítulos Tupsar y Satoku del universo Koji Neon, el mito de las hilanderas reaparece de forma inesperada. No como alegoría, sino como infraestructura narrativa. En Tupsar, los sueños dejan de ser privados: se convierten en mapas temporales que vinculan pasado colectivo con premoniciones individuales. En Satoku, el liderazgo no se mide por la visión estratégica, sino por la capacidad de habitar simultáneamente el ahora, la memoria emocional y las consecuencias futuras.


Allí, el tiempo no es una flecha. Es un tejido. Las decisiones empresariales no se toman con dashboards, sino con oráculos computacionales que sopesan impactos culturales, ecológicos, simbólicos. Y sin embargo, sigue habiendo fallos. Porque el futuro no se deja encerrar. Porque hay algo que no computa: el sueño. El error. El gesto inesperado.


En ese universo, aparecen nuevos personajes que cuestionan la linealidad del tiempo. Algunos sueñan eventos que no han vivido. Otros recuerdan decisiones que aún no han tomado. Las hilanderas no han muerto: han mutado. Y el misterio no ha desaparecido: se ha ocultado en las capas profundas de los algoritmos.


Frente a todo esto, el escepticismo sigue siendo una brújula necesaria. No podemos aceptar cualquier narrativa sobre el futuro sin exigir pruebas, fundamentos, lógica. Pero también sería ingenuo negar que hay cosas que aún no comprendemos. La intuición, los sueños lúcidos, las sincronías, la premonición… no pueden descartarse solo porque no encajan en el paradigma actual.


Como decía Carl Jung, “lo que niegas te somete”. Y tal vez ha llegado el momento de reconciliar ciencia y mito, cálculo y símbolo, predicción y libertad. Porque tal vez el futuro no es un territorio que se conquista, sino un lenguaje que se aprende. Y en ese lenguaje, las hilanderas siguen hilando. Solo que ahora… lo hacen en silencio, bajo la superficie de nuestras decisiones.



No todo está escrito. Pero tampoco todo es azar. El tiempo se construye con decisiones, datos y también con actos de fe. Elegir sin saber. Confiar sin garantías. Crear cuando nadie lo espera. Tal vez la tarea más humana no sea predecir el futuro, sino tejerlo con dignidad. Y si alguna vez ves a Skuld, no le preguntes qué viene. Pregúntale si aún estás a tiempo de ser quien debías ser.

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