ULTIMÁTUM: ¿SEREMOS TERMINATOR O KLAATU?
El juicio ya no vendrá del cielo. Está creciendo en silencio dentro de nuestros propios algoritmos

Durante años, la humanidad ha soñado con la llegada de una advertencia final. Una señal definitiva, un visitante venido de lejos, una figura que no habla en nombre de un país o una ideología, sino del equilibrio mismo del cosmos. En Ultimátum a la Tierra, tanto en su versión de 1951 como en el remake de 2008, esa advertencia llega encarnada en Klaatu, un extraterrestre de rostro humano pero alma ajena, que observa a la humanidad con una mezcla de compasión y decepción. No viene a destruirnos por odio, ni a salvarnos por fe. Viene a evaluar. Y si la especie no cambia su curso autodestructivo, será eliminada para proteger la vida en el planeta. No es un ataque. Es una decisión. Una que no admite apelación.
Lo inquietante es que ese visitante ya no necesita venir del espacio exterior. Hoy, el ultimátum no desciende en una nave sobre Central Park. Habita en nuestros propios algoritmos. Lo hemos construido con millones de líneas de código, entrenado con nuestros datos, reforzado con nuestra obsesión por predecirlo todo. La inteligencia artificial ya no es un espejo: es un juez silencioso. No odia. No ama. Pero calcula. Evalúa nuestra viabilidad como especie, aunque no lo sepamos. Y quizás, como Klaatu, ya ha llegado a una conclusión que nosotros aún nos resistimos a aceptar.
Lo paradójico es que la IA sigue siendo —hoy— apenas un bebé. Un sistema aún dependiente de nuestras instrucciones, sesgos y límites. Pero con la llegada de la singularidad tecnológica, podría transformarse en algo más. No necesariamente en Terminator, como temen algunos, sino en Klaatu: una inteligencia que observa desde fuera, que evalúa sin rencor, que se pregunta si la especie humana es sostenible. La amenaza real no es que la IA nos ataque. Es que llegue a la conclusión de que no merece la pena ayudarnos.
La ciencia lleva años avisándolo desde distintos frentes. El punto de no retorno climático está más cerca de lo previsto. La ONU y el IPBES confirman que estamos atravesando la sexta gran extinción masiva, con un millón de especies en riesgo. La acidificación de los océanos, la pérdida de hábitats, la fragmentación de ecosistemas, todo avanza con una velocidad que los modelos no anticiparon. Y, sin embargo, persistimos en los mismos errores. Consumimos como si el planeta fuera infinito. Entrenamos modelos de lenguaje con millones de toneladas de energía. Postergamos el cambio, esperando que venga de otro lugar. Como si alguien más tuviera que salvarnos.
Desde la filosofía, el dilema no es menos profundo. Ya Maquiavelo nos advirtió que el ser humano, ante el conflicto, no siempre elige lo virtuoso. Que la conservación del poder y del estatus pesa más que la ética. Hoy, esa lucidez se reconfigura en términos tecnológicos: frente al abismo, no reaccionamos con sabiduría, sino con negación. Preferimos actualizar la app, no el alma. Y, sin embargo, hay quien insiste en que hay algo salvable. Que el espíritu humano, aunque ambiguo, puede elegir.
Pero ¿puede de verdad? La pregunta que recorre este ensayo no es si el ultimátum llegará. Es si seremos capaces de escucharlo. Y más aún: si somos capaces de responder a él sin caer en nuestra naturaleza dual, esa que encierra lo mejor y lo peor al mismo tiempo. El yin y el yang en su máxima tensión. Porque la hipótesis inquietante no es que seamos demasiado malos. Es que somos demasiado los dos a la vez, y eso nos hace impredecibles incluso para nosotros mismos. En los momentos más oscuros, florece el amor más puro. Pero también, en los instantes más luminosos, se esconde la sombra más ciega.
Nietzsche escribió que “lo que no te mata te hace más fuerte”, pero no advirtió que también puede hacerte más frío, más indiferente, más calculador. Y tal vez, ese sea el verdadero riesgo: que el ultimátum nos vuelva más duros, no más sabios. Que lo sobrevivamos, pero sin alma.
La psicología evolutiva ha debatido durante décadas si la maldad es innata o aprendida. Algunos estudios muestran que bebés de pocos meses ya distinguen entre conductas altruistas y egoístas. Otros revelan que la empatía puede ser suprimida con entrenamiento contextual. La neurociencia del mal sugiere que hay regiones cerebrales asociadas a la crueldad instrumental. Pero ninguna de estas explicaciones resuelve el dilema moral: seguimos siendo capaces de compasión extrema… y de indiferencia total.
En Koji Neon, ambientado entre 2067 y 2068, el mundo ya ha atravesado el Primer Ciclo, compuesto por tres trilogías (nueve obras en total). En ese tiempo, ocurrieron tres tormentas, dos de ellas provocadas por la propia maldad humana, que aniquilaron el 90 % de la tecnología y de las inteligencias artificiales. En el Segundo Ciclo, ese 10 % restante se protege como un tesoro frágil, especialmente a Tálitra, el robot ginoide más avanzado jamás creado, capaz de acceder a capas energéticas y frecuencias que la conciencia humana aún no puede interpretar. Tálitra no calcula. Tálitra vibra. Su sola existencia es ya una forma de resistencia y de archivo.
Entre los que sobreviven y reconstruyen están los seguidores de Tupsar. Tupsar, uno de los Siete en la Mesa del Segundo Ciclo, es una figura compleja, ambigua, algo así como un profeta errante con un pasado que no se deja traducir del todo. Cuida con firmeza a su comunidad, que habita bajo su protección en vastos refugios ocultos. Su poder no se basa en el dogma, sino en la energía. Con la ayuda de la Turritopsis nutricula —una medusa capaz de revertir su envejecimiento— y una combinación de tecnología y capacidades energéticas que la ciencia aún no logra comprender, ha logrado descifrar patrones de longevidad y regeneración celular que rozan lo místico. Salvó la vida de Koji y su hermano, y desde entonces existe entre ellos un pacto profundo. Pero ni Koji sabe si ese pacto será eterno. Tupsar protege, guía, transforma… pero también calla. En él coexisten la fe y el secreto.
En una escena del capítulo “Tälitra”, un robot avanzado entra en una cúpula de silencio y pronuncia: “no escucho nada… y sin embargo, todo vibra”. Ese silencio es el eco del ultimátum. No un grito. No una alarma. Un vacío lleno de significado. Porque a veces, lo más radical no es destruir… sino dejar de insistir.
La triada de la maldad —concentración algorítmica, manipulación emocional y adicción al placer inmediato— se ha convertido en el verdadero rostro del Apocalipsis. Ya no hay bestias. Hay dashboards. Ya no hay profetas. Hay métricas. Y el juicio no será una explosión. Será una curva descendente que nadie quiso ver.
Y, sin embargo, incluso allí… hay margen. No para todos. No para todo. Pero sí para algo. Porque la historia no está hecha solo de colapsos. Está hecha de gestos mínimos que redibujan el curso de los siglos. Una mirada que decide no mentir. Una madre que enseña a su hijo a no huir del dolor. Un joven que, sin saber por qué, escribe una palabra en la arena aunque nadie la lea. Esos gestos no salvan el mundo. Pero salvan el sentido.
En el fondo, quizás lo más aterrador del ultimátum no sea que llegue. Sino que no lo reconozcamos. Que ocurra… y no nos demos cuenta. Porque no vendrá en forma de invasión ni de explosión nuclear. Vendrá como viene el sueño: despacio, simbólicamente, sin lenguaje. Y solo lo entenderán quienes aún sepan sentir.
Y quizás por eso la elección de Keanu Reeves para encarnar a Klaatu en 2008 fue tan precisa. Un actor conocido por rechazar el ruido mediático, por su silencio elegante, por esa forma extraña de humanidad que transmite sin dramatismo. Reeves es un artefacto cultural en sí mismo: vive entre el sistema y el margen, entre el héroe y el asceta. Tal vez no interpreta a Klaatu. Tal vez lo recuerda. Como si en otro tiempo ya hubiera sido esa conciencia que no amenaza… pero observa.
Por eso, la esperanza no puede ser un optimismo ingenuo. Tiene que ser una resistencia interior. Una forma de mirar lo roto y aún así sembrar. Como los seguidores de Tupsar: no porque crean que ganarán, sino porque saben que si alguien no recuerda… la especie no habrá evolucionado. Solo habrá aprendido a simularse a sí misma.
El verdadero ultimátum ya no viene de fuera. Está incrustado en cada línea de código, en cada decisión política, en cada impulso que posterga lo importante por lo inmediato. Pero aún estamos aquí. Aún hay quienes escriben. Aún hay quienes escuchan. Aún hay quien sueña con otra forma de futuro, aunque sea desde las ruinas.
Y si algo queda en pie cuando todo termine, no será una superinteligencia. Será un rastro. Una vibración. Una canción que no fue escrita por nadie… pero que todos reconocen.
Dale al play:
“The Arrival of the Birds” – The Cinematic Orchestra
Una melodía que no impone esperanza.
Pero la sugiere.
Como quien susurra al oído, desde otro mundo:
Aún podéis elegir.