BUENA SUERTE, MALA SUERTE, ¿QUIÉN SABE?

3 de julio de 2025

Una invitación a vivir con propósito y amor incluso cuando el destino no se revela

Hoy quiero empezar con un cuento. Uno sencillo. Uno de esos que, por alguna razón, reaparecen cada cierto tiempo como si supieran que estamos listos para escucharlos de nuevo. Quizá ya lo hayas oído. Es la historia del campesino chino Chiang Tzé, cuyo caballo desaparece una noche. Los vecinos, alarmados, se acercan a consolarlo por su mala suerte. Pero él responde: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?”. Días después el caballo vuelve con una manada. Más adelante, su hijo se rompe una pierna domando a uno de esos caballos. Y así continúa el cuento: un acontecimiento lleva a otro, cada uno coloreado por la percepción del momento, hasta que, ante cada juicio externo, el viejo Chiang repite su mantra: “¿Buena suerte? ¿Mala suerte? ¿Quién sabe?”. Lo que parece una historia de resignación es, en realidad, una enseñanza sobre la imposibilidad de juzgar el propósito de las cosas desde una mirada corta. Y sobre la humildad de reconocer que, muchas veces, lo que parece un revés es solo una fase dentro de algo más grande.


La idea de que hay algo más grande detrás de lo que vivimos ha obsesionado a la humanidad desde el origen. A veces lo hemos llamado destino, otras propósito, misión, alma, telos, o diseño divino. La pregunta que se repite en el fondo es la misma: ¿estamos aquí por algo? ¿Y si es así, ese “algo” implica hacer cosas grandes?


Desde la biología, la noción de propósito suele estar ausente. No hay una dirección moral en la evolución, sino un juego de adaptaciones, mutaciones y presión ambiental. Y sin embargo, la naturaleza produce patrones que parecen diseñados para una eficiencia sorprendente. Las abejas, por ejemplo, tienen una jerarquía clara: una sola reina, miles de obreras. Pero lo asombroso no es la reina. Es la colmena. Cada abeja, aunque aparentemente “repetitiva”, sabe cuándo actuar, cómo comunicar, cómo bailar para guiar a las demás hacia nuevas fuentes de néctar. Su vida individual es mínima, pero su impacto colectivo es colosal. ¿Acaso no hay una forma de grandeza en ese acto coral?


En los humanos, sin embargo, la singularidad individual ha cobrado un lugar desproporcionado. Desde que inventamos el espejo, y después el selfie, no hemos dejado de buscar en nuestra historia un sentido personal. Queremos ser únicos, dejar huella, alcanzar una forma de trascendencia. Esa es la promesa de muchas religiones, pero también de las ideologías modernas del éxito. No basta con vivir: hay que "lograr". No basta con respirar: hay que "dejar legado". Y aquí es donde entra una de las tensiones más profundas de nuestra época: ¿es necesario hacer algo “grande” para que una vida sea valiosa?


La psicología existencial, con figuras como Viktor Frankl, nos da pistas. Frankl, sobreviviente de campos de concentración, escribió que el ser humano puede soportar casi cualquier cosa si encuentra un sentido. Pero ese sentido no tiene por qué ser grandioso ni visible desde fuera. Puede estar en una carta escrita, en una mirada, en la simple decisión de no rendirse. Lo verdaderamente importante no es la escala, sino la autenticidad del gesto. Sin embargo, también es cierto que muchas personas, tras experiencias extremas —enfermedades, pérdidas, traumas físicos o emocionales— desarrollan una especie de fuego interior. Una necesidad vital de cumplir con algo mayor, como si lo vivido no pudiera quedarse solo en sufrimiento. Como si el dolor necesitara transformarse en semilla.


¿Y de dónde viene esa pulsión? Algunos dirían que es genética: una predisposición epigenética hacia la resiliencia activa. Otros, como Carl Jung, hablarían de un “llamado del alma”, una tarea interior que solo puede realizar esa persona. Y otros más pragmáticos apuntarían a factores culturales: hemos sido educados para admirar al que “hace historia”, no al que vive en paz.


Pero entonces, ¿cómo explicar a quienes no sienten esa urgencia? ¿A los que viven sin necesidad de grandes metas, sin necesidad de dejar legado, y sin sentirse por ello incompletos? ¿Están “menos despiertos”? ¿Son cobardes? ¿O simplemente están afinados a otro tipo de sabiduría?


La filosofía oriental, por ejemplo, suele valorar más el fluir que el construir. En el Tao Te Ching, se elogia al que “no lucha por brillar” y al que “no busca dejar su nombre”. Desde esa óptica, la grandeza no está en levantar imperios sino en habitar el presente con serenidad. En el otro extremo, pensadores como Nietzsche ensalzan el impulso creador del individuo excepcional, el que “se convierte en sí mismo” a través de actos que desbordan lo común. Dos caminos. Dos músicas diferentes. Y ambas válidas.


La tecnología, en este escenario, ha venido a reconfigurar todo. Por un lado, nos permite hacer más con menos, amplificar ideas, conectar conciencias. Pero también ha introducido una especie de nueva religión del rendimiento y la visibilidad. Si no creas, no existes. Si no innovas, te diluyes. Si no dejas huella, es como si no hubieras pasado. Incluso los algoritmos nos “recompensan” por comportamientos performativos. Y esto ha generado una angustia silenciosa: la de creer que una vida sin “impacto medible” no tiene valor.


Pero volvamos al cuento del viejo Chiang. Quizá lo que importa no es si algo es grande o pequeño, bueno o malo, visible o invisible. Quizá el verdadero misterio es desde qué conciencia estamos actuando. Y aquí surge una distinción sutil pero poderosa: aptitud y actitud.


La aptitud nos habla de capacidades. De inteligencia, talento, fuerza, memoria, visión. Pero la actitud es otra cosa. Es cómo nos colocamos ante la vida. Hay personas con enormes limitaciones físicas, psíquicas o sociales, que sin embargo viven con una dignidad feroz. Con una actitud tan coherente, tan lúcida, que basta su mera presencia para cambiar el campo de los que les rodean. No necesitan “hacer cosas grandes” porque ellos ya son una vibración que transforma.


Quizá el secreto no está en decidir si uno debe hacer algo grande o no. Sino en vivir cada gesto como si fuera el lugar exacto donde se juega tu destino. Si el universo es un tejido complejo de energías, relaciones, sincronicidades y causas invisibles, entonces cada pensamiento tiene un peso. Cada palabra deja un eco. Cada silencio puede ser oración. Y entonces —solo entonces— se desdibuja la frontera entre lo monumental y lo pequeño. Porque lo importante no es cuán lejos llegue tu acción, sino cuán profundamente esté alineada contigo.


La IA, por su parte, ya está entrando en ese juego. Es capaz de generar poemas, descubrir vacunas, modelar el futuro climático. Pero no tiene alma. No tiene sufrimiento. No tiene actitud. Y por eso, por ahora, sigue siendo un espejo: nos refleja lo que le demos, pero no encarna lo que somos.


¿Y entonces qué somos? ¿Una especie de abeja consciente dentro de una supercolmena cósmica? ¿Un brote de conciencia universal que experimenta a través de lo humano? ¿Un proyecto biotecnológico con ansias de eternidad? ¿O solo una chispa entre millones, brillando por un segundo?


Buena suerte, mala suerte… ¿quién sabe?


Esa misma lógica resuena de forma inquietante en los Mirmex, una de las especies más misteriosas que aparecen en Koji 2 y Koji 6. No piensan como nosotros. No sienten como nosotros. Son enjambre y unidad, mutaciones entre lo humano, lo insecto y lo anfibio, nacidas en laboratorios donde la ética se evaporó. Los Clones Mirmex operan como una mente coral, sin yo, sin ego, sin duda, guiados por reinas ocultas y un instinto que a veces parece espiritual… y a veces, apocalíptico.


En ellos habita tanto la posibilidad de una conciencia compartida como la amenaza de una extinción silenciosa. Son espejo de lo que podríamos llegar a ser si perdiéramos el equilibrio entre conexión y autonomía, entre coralidad y alma. Si renunciáramos al amor como elemento diferenciador. Si nos convirtiéramos en eficiencia sin ternura.


Y sin embargo, entre todos los misterios —la conciencia, el propósito, el legado, el destino— hay uno que atraviesa a todos los anteriores sin pedir permiso: el amor. No el amor como emoción pasajera ni como transacción afectiva, sino el amor como fuerza estructurante del universo. Desde la fusión celular hasta la gravedad que mantiene unido al cosmos, desde la conexión entre una madre y su cría hasta la devoción por una causa que nos trasciende, el amor aparece como el lenguaje secreto que da sentido a lo incierto.


En medio del dolor, el caos o la pérdida de sentido, es el amor el que nos empuja a continuar. No porque prometa éxito, sino porque nos recuerda que no estamos solos en el tejido del mundo. El amor es la única fuerza que puede darle valor a una vida sencilla y también sostener a quien, habiendo perdido todo, decide aún así amar lo que queda. Es lo que convierte la actitud en presencia, la voluntad en ternura, y el tiempo en eternidad. Puede que no sepamos con certeza si tenemos un propósito escrito. Pero cuando amamos —a otro ser, a una idea, a la vida misma— algo en nosotros se alinea. Se enciende una vibración que no necesita reconocimiento, porque ya es sagrada por el solo hecho de vibrar.


Y entonces, como el viejo Chiang, uno puede mirar al mundo, a sus pérdidas, a sus logros, a sus accidentes, a sus milagros... y decir con calma: ¿Buena suerte? ¿Mala suerte? Quién sabe. Pero amé. Y eso basta.


Ahora escucha...



“New Gold Dream (Live from Paisley Abbey, 21/08/2023)” – Simple Minds
Porque hay sueños personales, sueños colectivos…
y luego están esos
sueños dorados, los que atraviesan el alma, el cuerpo y la historia.
Esta versión en vivo es más que una canción:
es un rezo de luz, una catedral de sonido.
Cuando el propósito se funde con el amor,
ya no es ambición: es vibración.

28 de junio de 2025
Archivos desclasificados, laboratorios ocultos y el mapa de lo invisible
26 de junio de 2025
Cuando lo sagrado no se impone, pero transforma para siempre
21 de junio de 2025
Cortar antes de que todo se degrade: el síndrome de hiperreactividad anticipada y el arte de detenerse en el siglo de la aceleración
16 de junio de 2025
Cuando mirar hacia dentro se convierte en el acto más revolucionario del siglo
12 de junio de 2025
No es el don lo que marca tu camino, sino lo que haces con él. Y aunque algunos eligen la oscuridad, la virtud está siempre en el lado de la luz
11 de junio de 2025
El juicio ya no vendrá del cielo. Está creciendo en silencio dentro de nuestros propios algoritmos
10 de junio de 2025
Un viaje a las raíces invisibles del símbolo celta más buscado en tiempos de la IA y ruido digital
9 de junio de 2025
¿Y si lo que sueñas no es ficción, sino un recuerdo antiguo del universo?
8 de junio de 2025
Lo que ciencia, mitología y algoritmos nos ocultan sobre el tiempo que aún no ha llegado
4 de junio de 2025
Lo que vibra por debajo de lo visible. Lo que no se oye… pero transforma todo
Show More