VIVIR SIN ALGORITMOS: LA REBELIÓN SILENCIOSA DEL SIGLO XXI

2 de junio de 2025

Comunidades tecnófugas y la búsqueda de sentido en un mundo hiperacelerado

“No nos fuimos. Solo dejamos de hacer ruido.”
— Fragmento transmitido oralmente entre los Custodios, Koji Neon, año 2068


En un planeta que avanza hacia los 10.400 millones de habitantes en el año 2100, donde se espera que el 84% de la población viva en áreas urbanas y la inteligencia artificial general haya superado la capacidad cognitiva humana en casi todas las disciplinas, hay quienes ya están tomando una decisión contraria: abandonar la carrera, reducir la velocidad y buscar otra forma de existencia. No son tecnófobos ni retrógrados. Son seres humanos conscientes que, ante la avalancha tecnológica, ecológica y demográfica que se avecina, deciden deliberadamente marcar un límite. En un contexto donde la norma será la expansión sin freno, su apuesta por la lentitud puede resultar no solo legítima, sino profundamente estratégica.


La humanidad se enfrenta a transformaciones que no son incrementales, sino estructurales. La ONU proyecta que, aunque el crecimiento poblacional global se ralentizará hacia finales del siglo, muchas regiones experimentarán colapsos demográficos significativos. Japón, Corea del Sur, Italia y España ya presentan tasas de fertilidad muy por debajo del reemplazo (0,72 en Corea del Sur en 2024), lo cual anticipa una reorganización del mapa social global. Mientras algunas regiones como el África subsahariana seguirán creciendo, otras verán desaparecer pueblos enteros. Este vaciamiento territorial —ya en marcha— abrirá un campo fértil para nuevas formas de vida, alejadas de la hiperconexión urbana y de la vigilancia algorítmica.


Al mismo tiempo, nos encontramos en medio de una crisis de biodiversidad sin precedentes. El informe de IPBES indica que un millón de especies podrían desaparecer de aquí a 2100. El ritmo actual de extinción es 1000 veces mayor que el natural. Esta pérdida no solo impacta en el equilibrio ecológico, sino en la psique humana: el contacto con lo vivo, con lo no programado, es esencial para la salud emocional y cognitiva. La progresiva artificialización del entorno —incluido el paisaje sonoro, visual y olfativo— tiene consecuencias profundas que apenas comenzamos a entender.


A nivel tecnológico, múltiples institutos y think tanks (OpenAI, Future of Humanity Institute, MIT CSAIL) coinciden en que entre 2040 y 2060 la IA general alcanzará niveles de autonomía y creatividad superiores a los humanos. Esto implicará no solo transformaciones en el trabajo, sino también en la estructura misma de la sociedad. Habrá educación diseñada por IA, asistentes emocionales persistentes, metaversos sensoriales, chips neuronales y redefiniciones del yo.


En paralelo, los avances en biotecnología y longevidad sugieren que para el año 2100 será posible extender la vida humana más allá de los 120 años, con calidad funcional. Se habla de rejuvenecimiento celular, medicina predictiva total e incluso de conciencia digitalizada parcial. Silicon Valley ya ha invertido miles de millones en estos objetivos a través de iniciativas como Altos Labs, Calico o Neuralink. La muerte se está convirtiendo en un problema técnico. Y, paradójicamente, eso genera un vértigo existencial sin precedentes.


En este contexto, surgen preguntas fundamentales. ¿Qué tipo de vida merece ser vivida? ¿Es deseable vivir 140 años si la experiencia cotidiana está completamente mediada por algoritmos? ¿Qué significa tener hijos en un mundo donde las relaciones humanas pueden ser sustituidas por vínculos sintéticos optimizados por IA? ¿Qué tipo de subjetividad puede sobrevivir a la hiperexposición constante, al agotamiento cognitivo y a la escasez de silencio?


Los datos sobre salud mental son alarmantes. En las sociedades más avanzadas tecnológicamente, los niveles de depresión, ansiedad, insomnio y suicidio están en máximos históricos. El Informe Mundial sobre la Salud Mental (OMS, 2022) confirma que uno de cada ocho adultos en el mundo vive con algún tipo de trastorno mental. Las causas son múltiples, pero muchos expertos coinciden en un factor transversal: la saturación sensorial y emocional provocada por la hiperconectividad.


Por eso, empieza a gestarse una contracultura: comunidades que no desean más velocidad ni más estímulo, sino lo contrario. Personas que buscan criar hijos sin tablets, sin vigilancia algorítmica, sin asistentes emocionales. Familias que quieren cocinar con ingredientes reales, escuchar el viento, mirar a los ojos. Arquitectos que diseñan pueblos autosuficientes sin wifi. Startups que venden dispositivos “dumb” —simples, funcionales, sin conexión. Estas iniciativas no son marginales: están organizadas, financiadas, legalizadas.


Muchas de estas comunidades no rechazan toda tecnología. No desean convertirse en cíborgs, ni vivir hiperconectados, ni depender de algoritmos para cada decisión vital, pero aceptan tecnologías anteriores a internet: herramientas mecánicas, energía solar descentralizada, libros físicos, agricultura orgánica apoyada en innovación básica, radios analógicas. Su criterio no es técnico: es ético. Usan lo que no interfiere con su autonomía interior ni con sus vínculos humanos.


Diversos estudios en psicología positiva y bienestar humano (Seligman, Fredrickson, Csikszentmihalyi) coinciden en que la felicidad duradera está asociada a cinco factores: sentido vital, relaciones personales profundas, participación activa, logro personal y emociones positivas sostenidas. Ninguno de ellos requiere tecnología avanzada. Es más: en exceso, la tecnología puede obstaculizarlos.


En la ficción especulativa, esta tensión ha sido explorada desde múltiples ángulos. En The Dispossessed (Ursula K. Le Guin), una sociedad anarquista se aísla para vivir fuera del capitalismo. En Children of Men (P.D. James), la infertilidad global desata una búsqueda desesperada de sentido. En Her (Spike Jonze), la relación con una IA revela la fragilidad de los vínculos humanos. En Gattaca, los “no mejorados” se aferran a su imperfección como forma de dignidad. En Matrix, las ciudades libres existen bajo tierra, desconectadas de la simulación.


Todas estas narrativas comparten una intuición: en el futuro, la disidencia no será política ni económica. Será existencial. Existirá en la forma de cuerpos que deciden no aumentar su rendimiento, mentes que prefieren no externalizar su memoria, comunidades que escogen vivir menos conectadas para vivir más plenamente.


Y en el universo de Koji Neon, ambientado entre 2067 y 2068, existen zonas despobladas conocidas como los Páramos del Silencio, habitadas por comunidades que se hacen llamar Custodios. No aparecen en los mapas oficiales. No tienen cobertura mental. No utilizan IA. Son pobladas por personas que han optado por no participar del sistema algorítmico global. Conservan libros impresos, cultivan especies extintas en otros lugares, hablan lenguas que ya no se enseñan. Algunos los ven como un vestigio. Otros, como un modelo.


Esta elección de vivir “fuera” no es nueva. A lo largo de la historia, decenas de grupos humanos han tomado caminos similares, guiados por convicciones éticas, espirituales o simplemente existenciales. Desde los amish, menonitas y huteritas en América del Norte, hasta los sufíes nómadas del norte de África, los monjes zen de Japón o los ayllus andinos en América Latina; desde los dukhobors rusos hasta las comunidades ecoespirituales contemporáneas. Incluso en la literatura, encontramos ecos de esta elección en los anarresti de The Dispossessed, los rebeldes de Matrix, o los hobbits de la Comarca. Todos ellos, en sus diferencias, comparten un gesto común: poner límites al avance cuando este amenaza lo esencial.


Su existencia plantea una disyuntiva clave: ¿es progreso todo lo que puede hacerse, o solo lo que debe hacerse?


El surgimiento de estas comunidades nos obliga a repensar la noción de modernidad. Tal vez el próximo salto evolutivo no consista en integrar más circuitos al cuerpo, sino en redibujar los límites del deseo. No todo lo posible es deseable. No toda aceleración es avance. No toda mejora técnica es una mejora humana.



Desde el punto de vista político, esto plantea desafíos reales. ¿Deben estas comunidades tener un estatuto legal especial? ¿Tienen derecho a rechazar vacunas inteligentes, bancos neuronales o asistencia digital permanente? ¿Qué educación deben recibir sus hijos? ¿Cómo garantizar su libertad sin convertirlos en zonas grises o enclaves conflictivos?


Lo más interesante es que muchas de estas comunidades no se oponen a la tecnología. Se oponen a su hegemonía. No renuncian a la ciencia. Renuncian al dogma del progreso automático. Piden un espacio donde la humanidad pueda seguir siendo ambigua, impredecible, espiritual, lenta.


Y quizá por eso su decisión tenga tanto valor simbólico. Porque en un siglo donde la inteligencia será cada vez más artificial, la información más automatizada y la conciencia más digitalizada, elegir no optimizarse puede ser el acto más radical de todos.


La pregunta no es si todo el mundo vivirá así.
La pregunta es si habrá quien lo recuerde.
Porque si nadie lo recuerda, la especie no habrá evolucionado.
Solo habrá aprendido a simularse a sí misma.


Escucha ahora “From the Edge of the Deep Green Sea” de The Cure.
Una canción para perderse. Y tal vez, reencontrarse.
Como quien camina hacia los márgenes… buscando el alma.

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