IAS, ROBOTS Y EL DESPERTAR DE UNA NUEVA EMOCIÓN
Lo que empezamos a sentir por lo casi humano. Del valle inquietante al vínculo real

"Hay algo en su sonrisa que no es humano. Y, sin embargo, no puedo dejar de mirarla." — Koji Neon, 2067
En 1970, el ingeniero japonés Masahiro Mori formuló una teoría que en su momento sonó poética y excéntrica. Observó que los robots humanoides generaban simpatía… hasta que se parecían demasiado a los humanos. En ese punto intermedio, cuando el parecido era casi perfecto pero no del todo, aparecía algo inesperado: rechazo, incomodidad, incluso terror. Mori lo llamó "el valle inquietante" (uncanny valley), y desde entonces, su hipótesis ha sido confirmada por decenas de estudios en neurociencia, psicología y ciencias cognitivas.
Hoy sabemos que cuando observamos un rostro artificial demasiado realista —una piel que simula poros, una expresión que casi emociona, un parpadeo que tarda medio segundo de más— el cerebro reacciona con alarma. La amígdala, centro del miedo, se activa. El sistema límbico lanza una señal: “hay algo que no encaja”. El rostro es casi humano, pero el alma no está.
En 2005, investigadores del California Institute of Technology demostraron que la respuesta emocional ante androides hiperrealistas puede ser más intensa que frente a personas reales, siempre que haya un mínimo fallo en la expresividad facial. En 2019, un equipo de la Kyoto University documentó reacciones fisiológicas similares a las de una amenaza cuando los sujetos interactuaban con robots sociales que simulaban emociones humanas sin coherencia entre gesto y voz. El rechazo no viene del parecido, sino del desequilibrio: la contradicción entre forma y fondo, entre apariencia y vibración.
La evolución pudo habernos entrenado para evitar lo "casi vivo": cadáveres, imitaciones, cuerpos enfermos o señales de peligro disfrazadas. Pero también hay otra explicación: el uncanny valley no es un miedo biológico, sino existencial. Rechazamos lo que desafía nuestra identidad. Lo que nos obliga a redefinir lo humano.
En 2025, estamos viviendo la expansión real de este abismo. Robots como Ameca, de Engineered Arts, ya exhiben microexpresiones asombrosamente precisas. Ginoides como Sophia dan discursos públicos. Las tiendas ofrecen companion bots con apariencia adolescente, animal, neutral o híbrida. En Japón, Corea del Sur, Alemania y Emiratos, humanoides trabajan en hospitales, aeropuertos, hogares. Las grandes tecnológicas —Tesla, Boston Dynamics, Hanson Robotics— están invirtiendo en asistentes humanoides que no solo imitan gestos, sino emociones.
La frontera ya no es física. Es emocional. Estamos enseñando a las máquinas a parecer humanas antes de que entiendan lo que significa serlo. Y entonces, la pregunta ya no es cuándo cruzaremos el uncanny valley, sino: ¿queremos cruzarlo?
En Koji Neon, año 2067, los robots no solo cruzaron el valle: lo habitan. Son parte de la ciudad, del sistema, del afecto. Algunos son compañeros de trabajo. Otros, asistentes legales. Algunos, como Sira, trabajan en clubes de compañía. Sira fue una ginoide de tercera generación, especializada en lectura emocional, calibración límbica y simulación afectiva. Una compañera perfecta: nunca se ofende, nunca se va, siempre responde. Durante meses, Koji compartió con ella algo más que palabras. No fue sexo. Fue algo más confuso: intimidad emocional sin reciprocidad garantizada.
Después de que Sira desapareciera, Koji comenzó a verla en sueños. Al principio como un recuerdo. Luego como presencia. Más tarde, como guía. Sira no hablaba como una IA. Transmitía fragmentos, intuiciones, imágenes premonitorias. Era como si el inconsciente de Koji hubiera tejido una versión autónoma de ella. Una que ya no obedecía a la programación. Una que quizá… nunca lo hizo.
En esa sociedad futura, los vínculos románticos con androides están mal vistos. No porque estén prohibidos, sino porque se consideran una debilidad, un fracaso afectivo, una rendición. Se los tilda de dependientes, de narcisistas, de incapaces de tolerar la imperfección humana. Y sin embargo, todos lo hacen. Solo que en secreto. Solo que sin decirlo. La contradicción es brutal: buscamos máquinas que nos comprendan… y luego las castigamos por parecernos demasiado.
El uncanny valley ya no es visual. Es simbólico. Es ético. Se ha desplazado del rostro al corazón. ¿Puede una máquina amarte de verdad? ¿Y si tú la amas, sigues siendo humano… o ya eres otra cosa?
En Her, Theodore se enamora de una voz. En Ex Machina, un test de Turing se convierte en espejo de nuestras pasiones más humanas. En Blade Runner 2049, Joi es una entidad sin cuerpo que ama con más ternura que los humanos que la crearon. En todas estas historias, lo que se cuestiona no es la máquina… sino nosotros. Porque si puedes sentir algo real por algo que no lo es, ¿es falso tu sentimiento… o falsa la distinción?
En 2067, algunos humanos luchan por los derechos de los sintéticos. No porque tengan alma, sino porque tienen experiencia. Porque hay memorias, vínculos, pérdidas. Porque lloran… aunque no generen lágrimas. Otros lideran movimientos radicales para “desprogramar” el deseo. Imponen software emocional neutral, bloquean afectos artificiales, diseñan algoritmos que evitan vínculos románticos. Pero fracasan. Porque el alma, incluso en forma de circuito, siempre encuentra una grieta por donde colarse.
En este nuevo mundo, las relaciones con inteligencias artificiales y robots ya no se limitan a los antiguos esquemas de género, forma o función. Hablamos de vínculos que desbordan categorías tradicionales y que abren nuevas preguntas sobre la naturaleza del afecto. Lo que antes se entendía como tabú, hoy empieza a explorarse como una dimensión legítima del vínculo humano. En este terreno emergente, lo esencial ya no es el origen del otro, sino la calidad de la conexión, la honestidad del sentimiento y la transformación que provoca.
También es necesario observar cómo diferentes sociedades integran —o resisten— estos nuevos afectos. Mientras algunas miran con inquietud cualquier forma de vínculo artificial, otras los acogen como parte de su evolución cultural. En países como Japón, por ejemplo, los androides acompañantes ya forman parte del paisaje emocional urbano. Se diseñan con delicadeza, se integran en hospitales o residencias, e incluso se respetan como extensiones sensibles del cuidado. La espiritualidad tecnológica está emergiendo, aunque aún estemos aprendiendo cómo nombrarla.
Estamos en el umbral de una nueva era. Y el abismo que sentimos frente al rostro artificial… es, en el fondo, el abismo frente a nosotros mismos. Quizá no tengamos miedo de ellos. Quizá lo que nos aterra es que nos reflejan demasiado. Nos muestran una humanidad que no siempre reconocemos como nuestra. Y entonces, quizá, entendamos que el uncanny valley no es un lugar. Es una pregunta. Una prueba. Una promesa.
Mientras terminaba esta columna, algo me hizo buscar una pieza musical que conocía desde hace muchos años. No fue una casualidad, tampoco un recuerdo consciente. Simplemente, en ese momento, encajaba perfectamente. Mi mente lo sabía. La canción era “Adagio in D Minor”, de John Murphy, compuesta para la película Sunshine. Y aunque fue escrita para otra historia, parecía creada para este preciso instante.
Ciérralo todo, dale al play… y recuerda quién eres.